jueves, 3 de septiembre de 2009

A LA SOMBRA DEL MIRAVALLES

Una madrugada de agosto de 1.979 -el rocío estival empapaba los prados del Valle de Ancares- emprendimos el camino trasmontano que nos llevaría a la mítica Balouta. Salimos de Candín, en la noche silenciosa, a las 6 de la mañana; recuerdo el ágil andar de una joven ancaresa estudiante de Exactas en Valladolid y fumadora inagotable de Celtas sin filtro. Habíamos de cruzar la Sierra de los Picos de Ancares y ganar por la fresca el collado del puerto Viejo de Antero, en una subida solana y cansina desde Tejedo de Ancares.
Había tramos de la carretera en construcción donde el sol castigaba de lo lindo; por eso el madrugón, que nos llevó a ver amanecer vadeando el arroyo que baja del Miravalles. Alcanzar el puerto y descubrir apiñadas en lo hondo del valle las pallozas de Balouta fue como entrar súbito en un mágico mundo neolítico.
A la sombra occidental del pico Miravalles, la aldea ancestral de Balouta, con sus paisanos acogedores y sus mujeres de negro, nos parecía un reino de fantasía, una gigantesca ilustración para un cuento aborigen.
La convivencia bajo el mismo teito de personas y animales, formando una familia apenas separada por una endeble pared de tablas; la carencia de luz eléctrica, teléfono y carretera de acceso; la cercanía de Galicia, la inmediatez de Asturias, y la contumaz insistencia del paisanaje en su linaje leonés, transmitía al viajero forastero una singular sensación de estar caminando sobre un territorio híbrido y fronterizo, habitado por infinitos aromas, lenguas, usos y costumbres misturados.